La Unión Europea: incertidumbres económicas, sociales y políticas

Afrontamos el cuarto año de crisis económica y financiera sin que se vislumbre un final definido. El sentimiento de incertidumbre preside las sociedades, al menos las occidentales desarrolladas. No en vano, cuando parecía comenzar a gobernarse la crisis desencadena por las subprime estadounidenses, se desató con mayor virulencia la llamada crisis de las deudas soberanas.

A pesar de la cercanía de los hechos, existe un gran consenso sobre los orígenes de las crisis: financiarización de la economía, desregulación y falta de supervisión sobre los sistemas financieros, incremento de la desigualdad y disminución de las rentas salariales disimulada de forma suicida por altos niveles de endeudamiento…Toda una panoplia de elementos con un origen común: la práctica ausencia de reglas para el gobierno de una economía global.

Si se atiende a la opinión de la legión de pretendidos expertos o analistas que tanto proliferan, la abrupta caída de la actividad económica en un importante número de los países más ricos del planeta (OCDE) sería la consecuencia más destacada de la vigente crisis.

En los trabajos que sobre esta cuestión ha venido realizando la Fundación 1º de Mayo, se han subrayado dos aspectos que no han sido suficientemente reconocidos y que si no tienen una importancia mayor que el anterior, se encuentran indisolublemente asociados a él. Me refiero a los costes sociales de la crisis y al descrédito del sistema democrático, tal y como lo hemos conocido hasta el momento.

Crisis social
La crisis, en sus dos primeros años y según datos de la OIT, ha incrementado el número de parados en 34 millones de personas y amenaza con excluir del mercado de trabajo a toda una generación de jóvenes. Otras consecuencias sociales todavía no suficientemente cuantificadas –pero evidentes- se encuentran en el incremento de la precariedad y de la informalidad, la reducción de las rentas salariales, el aumento de la pobreza y de la exclusión social, y la presión sobre derechos laborales y sistemas de protección social o seguridad social. Aun cuando ni los derechos sociales ni los trabajadores han sido ajenos al origen de la crisis, ni tampoco se beneficiaron sustancialmente del crecimiento económico, se pretende que el ajuste recaiga especialmente sobre ellos. Por voluntad o por incapacidad políticas, desde diferentes ámbitos se quiere poner en cuestión el equilibrio preexistente entre capital y trabajo.

Crisis del sistema democrático
Sin dramatismos hiperbólicos y con un cierto miedo reverencial a reconocerlo, la crisis actual está socavando los cimientos del sistema democrático. Se han efectuado constantes paralelismos entre la crisis actual y la de 1929 en lo referido a los peligros de los excesos de los sistemas financieros. Pero, sorprendentemente, se ha insistido muy poco en el detalle de que la crisis del 29 favoreció la eclosión de sistemas totalitarios, reduciendo al mínimo el número de las incipientes democracias en curso. El elemento central de la democracia es que la soberanía se residencia en el pueblo que, organizado, constituye la comunidad política de base esencialmente estatal. La legitimidad directa o indirecta de todos los poderes políticos se deriva de su relación con los titulares de la soberanía, a los que representan.

En la crisis actual, tal y como se sostiene en un reciente trabajo de Ramón Baeza, director de Estudios Europeos e Internacionales de la Fundación 1º de Mayo, se constata cómo los Gobiernos nacionales han justificado con reiteración sus decisiones –la mayoría estratégicas, con importantes repercusiones económicas y sociales- como el intento de tranquilizar o generar la confianza de los mercados.

Es decir, implícitamente la soberanía se transfiere de las comunidades políticas nacionales a indeterminados actores económicos internacionales. Los Gobiernos –por impotencia, por falta de voluntad política o por ambas- renuncian a actuar en representación de sus ciudadanos para ser meros gestores de la voluntad de los mercados. Nuevamente sin voluntad demagógica: si los Gobiernos sólo pueden hacer sacrificios (de sus representados) para calmar o granjearse el afecto de agentes económicos globales, nos hallamos cerca de situaciones prepolíticas, más próximas de los oficiantes religiosos que de los poderes públicos.

Si el vigente sistema democrático pone en cuestión el principio de representación y participación al mismo tiempo que socava elementos esenciales de protección social, la crisis sistémica desbordará los márgenes de lo económico abocando a un conflicto de magnitudes difíciles de imaginar.

Una crisis de tales dimensiones puede evitarse con unos mínimos de lucidez y voluntad política. Pero hay que asumir que es inviable el actual modelo de economía global con regulaciones básicamente nacionales. Los Estados nación todavía pueden jugar un papel central en la ordenación de la actividad política, pero han de revisarse sus funciones, entre ellas las competencias que comparten con otros socios en los numerosos procesos de integración regional hoy en curso en los cinco continentes.

En Europa tenemos la ventaja de disponer de un modelo de integración que, sin duda, es el más desarrollado de los existentes y que se ha dotado de una mayor dimensión política. Otra superioridad de este proceso reside en que conocemos perfectamente sus carencias, que la presente crisis no ha hecho más que dejar mucho más claramente en evidencia, y que tenemos alternativas preparadas y viables.

Fortalecer la Unión Europea
En cualquier caso, existe una premisa indiscutible desde la que debe partirse: de la crisis sólo se podrá salir fortaleciendo el proyecto político europeo. No hay salida “nacional”, precisamente porque los mercados y los agentes económicos son globales. Aunque existiera voluntad política, desde cada Estado miembro individual los márgenes de actuación son apenas inexistentes. Lo que no debe interpretarse como un elemento de legitimación a las actuales políticas de la Unión Europea. Todo lo contrario. La actuación de la Unión Europea está siendo, en gran medida, impotente frente a los mercados e intransigente con sus ciudadanos. Pero sólo a escala europea podemos reestablecer la centralidad de la política.

Es preciso fortalecer la Unión Europea, tal y como se lleva defendiendo desde el sindicalismo español desde hace décadas. En el momento actual no existe la alternativa de “quedarnos como estamos”. Están cundiendo las pulsiones nacionalistas y la desafección ciudadana. La UE está respondiendo a la crisis con lentitud y legitimando respuestas con un alto coste social que no tienen parangón con las exigencias al sistema financiero.

La unión monetaria, sin duda, ha sido un instrumento de regulación trascendental a la par que generador de identidad colectiva. Pero la moneda única tiene fecha de caducidad implícita sin elementos esenciales de unión económica, como la fiscalidad, políticas sectoriales fuertemente coordinadas (energía, I+D, industria…), incremento de las atribuciones del Banco Central Europeo o un presupuesto común mínimamente significativo. Recordemos que, en 1992 con 12 Estados miembros más homogéneos que los 27 actuales y con muchas menos competencias comunes, la Comisión Europea propuso que el presupuesto comunitario alcanzara el 1’27% del PIB de los Estados miembros. En ese momento, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) estimó que para realizar políticas auténticamente europeas esa cifra debía elevarse hasta el 3%. En la actualidad –y son las previsiones hasta el 2020-, el objetivo es que no se llegue al 1%.

El mero pacto de estabilidad y crecimiento (básicamente, la estabilidad presupuestaria) es un instrumento impotente para la unión monetaria. Y recordemos que ya en 2005 sus criterios se flexibilizaron para evitar una sanción a Francia y Alemania.

En las dos últimas décadas se ha discutido mucho –tanto en ámbitos académicos como políticos- sobre las razones por las que EE UU crecía económicamente y generaba empleo en mayor medida que la UE.  No eran pocos los que señalaban que el principal elemento diferencial entre ambas potencias económicas radicaba en el grado de unión política. A pesar de las importantes competencias en manos de los Estados, el Gobierno federal estadounidense dispone de un presupuesto propio muy importante: de programas que dan coherencia a las políticas estatales, de un tesoro común –que hace imposible que los especuladores ataquen a un Estado-, de una fiscalidad compartida y de una acción exterior (no solamente política o militar, sino también económica) que hace de EE UU, hasta el momento, la principal potencia mundial.

EE UU nos ofrece hoy un buen referente de hacia dónde deberíamos encaminarnos en la Unión Europea. Sería absurdo pretender emular automáticamente a los estadounidenses. Los Estados europeos tienen demasiada historia propia, demasiadas particularidades culturales (sin olvidar un elemento tan relevante como las lenguas), demasiadas culturas políticas particulares como para pretender transformarse en unos EE UU de Europa. Pero resulta ineludible una más rápida y profunda federalización de las políticas europeas. La irrelevancia de la UE en las últimas citas mundiales (Cumbre de Copenhague, G-20…) frente a EE UU y a países emergentes, como China, así lo exige.

Padecemos una crisis de liderazgo. El papel que Alemania se reserva en el proceso de integración parece haberse transformado profundamente. Las últimas ampliaciones de la UE se han digerido con dificultad. Son hechos objetivos. Pero la única posibilidad de recuperar la centralidad de la política pasa porque esta sea capaz de disciplinar a los nuevos actores globales. Para ello, una de las tareas imprescindibles se sitúa en el fortalecimiento de la Unión Europea. Esta premisa debe ser asumida en todas sus consecuencias por el movimiento sindical europeo. Las organizaciones sindicales más comprometidas con esta perspectiva –como CC OO- deben trabajar activamente para que se asuma con premura y sin ambages por la CES y sus organizaciones afiliadas.